Cuentos Completos by Carmen Martin-Gaite

Cuentos Completos by Carmen Martin-Gaite

autor:Carmen Martin-Gaite
La lengua: es
Format: mobi
Tags: Novela
publicado: 2011-01-20T21:28:20+00:00


El balneario

Hemos llegado esta tarde, después de varias horas de autobús. Nos ha avisado el cobrador. Nos ha dicho en voz alta y, desde luego, bien inteligible: «Cuando lleguemos al puente pararemos para que puedan bajar ustedes». Yo incliné la cabeza, fingiendo dormir. Carlos respondería lo que fuese oportuno; él se levantaría primero y bajaría las maletas, se iría preparando camino de la puerta, me abriría paso cuidadosamente a lo largo del pasillo, pendiente de sujetar el equipaje y de no molestar a los viajeros, se volvería a mirarme: «Cuidado, no tropieces. Me permite…, me permite…». Y yo sólo tendría que seguirle, como en un trineo.

Pasó un rato. Carlos, probablemente, estaba bostezando o tenía vuelta la cabeza a otro lado con indiferencia. En el temor que tenía de mirarle conocía que era así. Mejor no mirarle. Me esforcé para mantenerme en la misma postura, con la espalda bien pegada al asiento de cuero y la cabeza inclinada, enfocándome las yemas de los dedos, que sobaban, sobre mi regazo, una llavecita de maletín. Me esforcé por no ponerme nerviosa, por no gritar que nos íbamos a pasar de aquel puente, por no tirarle a Carlos de la manga tres o cuatro veces, aceleradamente, para que se fuera preparando. Resistía por testarudez; él tenía el deber de levantarse primero. Deslicé uno de mis pulgares hasta encontrarme el pulso en la muñeca opuesta. Batía -pumba, pumba- igual que un pez oprimido; y yo sabía que sólo con gritar, con ponerme en pie bruscamente, los latidos se hubieran desbandado, apaciguándose luego en ondas concéntricas. Era un enorme esfuerzo el que tenía que hacer, casi físico, como para empujar una puerta y resistir la fuerza que hacen del otro lado. Para alentarme a seguir en la misma postura, me decía: «Ya pasará algo, ya me sacarán de aquí. Me da igual cualquier cosa. Estoy sorda, emparedada entre cuatro muros de cemento».

El cobrador se paró delante de nosotros. Vi su sombra cegándome los reflejos, que se deslizaban como gotas de mis pestañas inclinadas a la llave del maletín; vi muy cerca sus grandes zapatos de lona azul y el pantalón de dril rayado, que le hacía bolsas en las rodillas, y me sentí sobrecogida, como cuando hay que comparecer delante de un tribunal.

–Pero, ¿no son ustedes dos los que iban al balneario? – dijo, recalcando mucho las palabras.

Y me pareció que hablaba demasiado alto. Le habrían oído los de los asientos de atrás; estarían adelantando la cabeza, intrigados para vernos la cara a nosotros y enterarse de lo que íbamos a contestar. No se podía esperar más tiempo. Levanté la cabeza y me parecía que salía a la superficie después de contener la respiración mucho rato debajo del agua. Se me había dormido una pierna y me dolían los codos. Antes de nada miré a Carlos, para orientarme, como cuando se despierta uno y mira el reloj.

Yacía en el asiento de al lado, en una postura tan inverosímil que no se sabía dónde tenía las manos y dónde los pies.



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